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En España hasta hace poco se podía afirmar que “todos” somos de pueblo. Expresión muy genérica; que viene refrendada porque la antigüedad de nuestra cultura -porque nuestros dichos y refranes- encuentran en el agro el fundamento de su sabiduría. Amén de que muchos de nosotros vivamos, hayamos nacido o tengamos parte de la familia en algún pueblo. Una parte importante de estos pueblos están ligados al olivar.
En España hay una línea diagonal, que va desde Extremadura a Cataluña, por debajo de la cual los olivares forman parte del paisaje, como consecuencia, su cocina tradicional se basa en el aceite de oliva, cosa que no ocurre por encima de esa línea, en cuyos pueblos la tradición gastronómica tiene como fundamento lipídico la grasa animal.
En algunas comarcas el olivar llega a ser fundamental, tanto por la superficie que ocupa como porque las raíces colectivas, la memoria y la tradición tienen mucho que ver con los olivos, con su manejo y con su ciclo anual.
Dicen que el olivar andaluz es el bosque, plantado por el hombre, más grande del mundo. Y en la antigüedad se consideraba el aceite de oliva como un tesoro, con múltiples propiedades, nutritivas, medicinales y divinas.
Es decir, para muchos, el olivar es más que un cultivo. No obstante, es un cultivo; desde el olivar tradicional en secano, hasta el olivar superintensivo de riego, mecanizado y muy tecnificado.
Y hay que conseguir rentabilidad cumpliendo la normativa, cada vez más exigente, que le afecta. Para ello se requiere, además de esfuerzo, conocimiento, innovación, financiación y comercialización adecuadas.
Pero además de esto, no sólo es necesaria la comprensión, si no la complicidad, de la sociedad y de las autoridades públicas.
Disponible para su lectura el artículo de opinión completo en el número 190 de la revista Óleo.